Jazz by Toni Morrison
autor:Toni Morrison [Morrison, Toni]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1992-01-01T05:00:00+00:00
Y cuando la primavera llega a la Ciudad, las personas que andan por la calle reparan unas en otras; prestan atención a los desconocidos con quienes comparten pasillos y mesas y el espacio donde se lava la ropa íntima. Entrando y saliendo, entrando y saliendo por la misma puerta, usan todas la misma manija; en los tranvías y en los bancos del parque asientan sus nalgas donde las han asentado otros centenares de hombres y mujeres. Las monedas de cobre que sostienen en la palma de la mano han sido engullidas por niños y mordidas por gitanos para comprobar su validez, pero siguen siendo dinero y la gente las acepta con una sonrisa. Es la época del año en que la Ciudad incita más a la contradicción: te induce a comprar algo de comer en la calle cuando no tienes ni pizca de apetito; te lleva a disfrutar de una habitación individual que ocupas tú sola mientras lo que deseas vehemente sería compartirla con alguien con quien acabas de cruzarte en la calle. Aunque en realidad no exista tal contradicción, sino que se trata más bien de una condición natural: el amplio abasto de lo que una Ciudad con ingenio puede hacer. ¿Qué evitará que los ladrillos se calienten al sol? El retorno de los toldos. La manta se retira del lomo de los caballos. El alquitrán se ablanda bajo los tacones y la oscuridad que hay debajo de los puentes transforma su lobreguez en sombra refrescante. Después de un ligero chubasco, cuando ya han brotado las hojas, las ramas de los árboles son como dedos húmedos jugando con rizadas cabelleras verdes. Los automóviles se convierten en cajas negras que corren en pos de un par de faros cuya luz atenúan el vaho o la llovizna. Por las aceras, ahora de satén, las figuras humanas se desplazan adelantando un hombro, inclinadas las cabezas para que su coronilla sirva de precario escudo contra los perdigones que son las gotas de lluvia. Las caras infantiles que se ven en las ventanas parecen llorar, pero son los diminutos regueros que descienden por el cristal lo que produce aquel efecto.
En la primavera de 1926, una tarde de lluvia, cualquier persona que pasara por el callejón contiguo a cierto edificio de apartamentos en Lenox pudo haber mirado hacia arriba y visto, no a un niño, sino la cara de un hombre adulto que lloraba en sincronía con el vidrio de la ventana. Una extraña visión muy poco frecuente: hombres que lloren sin disimulo. No es algo que suelan hacer. Por raro que fuera, sin embargo, la gente acabó por acostumbrarse a aquel hombre, a su modo de secarse la cara y sonarse la nariz con un pañuelo rojo mientras permanecía sentado, y así estuvo mes tras mes, frente a la ventana sin vistas, o en el pórtico de la casa, primero en la nieve y más tarde al sol. Yo diría que Violet lavaba y planchaba aquellos pañuelos porque, aunque estuviera loca y se hubiese vuelto descuidada, no podía soportar la ropa sucia.
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